Javier Montilla, La causa de la libertad, Te leo, Zaragoza, 2012.

 

579438 300023420092659 1735501230 nPocas son las ocasiones en las que se presenta la oportunidad de comentar un libro de estas características, comprometido con la verdad y su cofrade contemporáneo, lo políticamente incorrecto, pero que no por ello es menos vital e imprescindible, especialmente en el contexto de la creciente izquierdización editorial resultante de la centralización política de su capital.[1] Es por ello de obligada necesidad, ante todo, felicitar no sólo al autor, Javier Montilla –conocido y premiado periodista emancipado de la izquierda y de sus múltiples subversiones anti-occidentales–, sino de forma muy especial a la editorial cesaraugustana Te Leo por la iniciativa de recuperar, en formato clásico, la gran colección de columnas periodísticas digitales con las que Montilla se enfrenta a un tema común: la libertad. Una libertad que tiene su punto culminante en la libertad de expresión, que debe estar siempre regida por la rigurosidad y la honestidad, lo cual no implica que no pueda estar sujeta al error. Al error, y no a la mentira consciente, la manipulación o la desinformación. “La libertad de expresión y la causa de la libertad”, nos recuerda Javier Montilla, “dejan de serlo cuando el único fin es menospreciar la libertad del otro” (p. 319).

Cuentan algunos antiguos doxógrafos helenos que vivía en la ciudad de Cnosos, en la isla de Creta, un joven de nombre Epiménides, poeta y filósofo, también profeta, que habiendo partido en busca de una oveja, caída la noche, se adentró en una cueva, se quitó la capa y, vencido por Morfeo, durmió la friolera de 57 años. Al despertar descubrió su insólita capacidad oracular, acompañada de sus dotes de purificación ritual. Tan bella alegoría es aplicable a una multitud de facetas y situaciones cotidianas. En nuestro caso se ajusta ad pedem litterae al doloroso sueño en que se sumió nuestra libertad, la de todo Occidente, hace precisamente 57 años, coincidiendo con el inicio de la Guerra del Vietnam, fatídico trauma que tan profundamente penetró en la psique americana, corroyendo no sólo su propia capacidad para afrontar la realidad sino, simultáneamente, también la de todo Occidente y su lealtad y devoción por los valores que los Estados Unidos representaban. Como bien señala Montilla en su acertado prólogo al relatar su liberación doctrinal, la obsesión de la izquierda es precisamente el antiamericanismo. Pocos saben, sin embargo, que las raíces de esta idea pseudointelectual se encuentran ni más ni menos que en los movimientos totalitarios del s. XX y en sus ideólogos nacionalsocialistas, quienes despreciaban el cosmopolitismo racial (negros, judíos e hispanos mezclándose con los nobles teutones) y la libertad de los Estados Unidos, acusándolos de imperialistas y de sionistas. Estados Unidos era el enemigo de la Alemania nazi, su antagonista: si ésta era antisemita e imperialista, aquél era pro-sionista y, junto a los judíos, intentaba alcanzar la dominación global. He aquí dos topoi comunes con la izquierda europea.

No es necesario estar de acuerdo con todo lo que dice el autor o, de hecho, con nada de lo que dice para reconocer que, si tan socialmente inteligentes nos hemos vuelto como para aceptar una alianza de civilizaciones con civilizaciones incivilizadas que no quieren alianza alguna con nosotros, o como para enaltecer la homosexualidad y la tolerancia de un determinado sector que exige su igualdad de derechos a través de su separación consciente del resto de la sociedad con una serie de derechos restrictivos y, por tanto, discriminatorios, si tan socialmente inteligentes nos hemos vuelto, la pregunta que deberíamos hacernos es simple: ¿por qué estamos en crisis? Y la respuesta más lógica debería ser que es precisamente nuestra situación actual la causante de esa crisis, no al revés. No obstante, la réplica inmediata consiste en acusar al otro de la ineptitud propia, al más puro estilo del antiamericanismo hitleriano, culpando a la inexistente extrema derecha europea –una pandilla de bufones que imitan la imagen hollywoodense de la Alemania nazi– o, más aún, culpando a los “rancios mesetarios” españoles de ser los arquitectos de la crisis catalana, como si esa comunidad autónoma, otrora baluarte de progreso, se encontrase milagrosamente al margen de la crisis económica mundial. Una Dolchstosslegende à la catalana.

Lo que Javier Montilla nos presenta constituye, como en el caso del aludido Epiménides, una refrescante catarsis, una purificación ritual de la desmedida hybris política que infesta gran parte de Europa. Dividido en dos capítulos de amplia cobertura, La causa de la libertad se inicia con una crítica a los regímenes totalitarios y a las alianzas de Occidente con los países musulmanes, Corea del Norte, China y Cuba, para pasar a continuación, en su segunda parte, a profundizar en algunos de los problemas particulares de España y Cataluña: el terrorismo de ETA, el 11-M, el salafismo radical afincado en tierras catalanas, el nacionalismo catalán o la ruina económico-social a la que el PSOE ha sumido España, sin ahorrarse alguna que otra refriega con su compañera de juegos incondicional, el PP, pretendido partido de derechas que no es sino un partido a la “derecha de la izquierda del centro”, como agudamente se califica en los Estados Unidos a la derecha continental. Muy sutil es la reflexión del autor sobre el tema: que a la “derecha” española lo que le importa son los votos y, por ello, no molestar demasiado a la izquierda para así poder ganar algunos votantes descontentos que, ante una izquierda zapaterista y una derecha izquierdizada, prefieran el minus malum est minus fugiendum. Siendo, pues, La causa de la libertad una recopilación de artículos periodísticos, antes que una sistematización sui generis del pensamiento de su autor, se me permitirá no atenerme al orden expositivo reflejado en el índice y, cual funámbulo circense sobre su cuerda, ir de aquí para allá, con rumbo fijo, enlazando anécdotas y reflexiones más o menos dispersas.

Empecemos por el ya citado antiamericanismo y su cortejo ambulante, el antisionismo, la “falsa careta del antisemitismo actual que tan mala prensa debería tener” (p. 33), con una noticia no recogida por Montilla, pero que evidencia el circo intelectual que es España: “Raid antisemita en la Autónoma de Madrid”[2] como consecuencia del asalto israelí a la flotilla humanitaria que pretendía romper el bloqueo de Gaza y durante el cual murieron asesinados a quemarropa nueve civiles inocentes. Olvídese que los inocentes civiles iban armados y que atacaban en grupo y con cuchillos a los soldados que, uno a uno, intentaban desde el helicóptero hacerse con los barcos. Olvídese también que tras capturar a algunos soldados y vejarlos física y verbalmente se procedió a grabarlos y fotografiarlos. Olvídense de la prisión de Abu Ghraib.

No en vano, como bien señala el autor citando datos de la Anti-Defamation League publicados en febrero del presente año, España es, junto con Polonia y Hungría, el país más antisemita de Europa: un 67% considera que los judíos tienen demasiado poder económico y un 47% banaliza el Holocausto. No es extraño, pues, que los intelectuales españoles ocupasen el salón de actos la UAM con banderas terroristas y atacasen un coche patrulla con dos israelíes dentro, al grito de “¡Intifada! ¡Intifada!” y con total impunidad frente a la mirada impasible de los cuerpos de seguridad. Y todo ello les salió, como acostumbra a pasar en nuestro país, gratis.

Como demuestra la retirada del programa sobre Jerusalén de Españoles en el Mundo, a petición de la Defensora del Espectador –que no de la libertad de expresión–, Elena Sánchez,[3] la censura propalestina a la que se autosomete TVE es un claro ejemplo de cómo la izquierda, como todos esos estudiantes rebeldes de Madrid, Valencia o Barcelona, se siente “más cómoda con el grupo terrorista Hamás que con la única nación democrática de Oriente Medio” (p. 33), el único país en la zona en el que los árabes pueden votar libremente, los cristianos no son perseguidos hasta la exclusión, los homosexuales no son discriminados hasta la ejecución pública y las mujeres son valoradas más allá de su forma de vestir o conducir. En definitiva, Israel es el único lugar de Oriente Medio en donde no se ejerce un apartheid contra el pueblo árabe, ni en las escuelas, ni en los hospitales, ni mucho menos en la calle.[4] Que TVE se incline ante el antisemitismo palestino no debería, a estas alturas, sorprender a nadie, dado el linaje ideológico que ambos comparten.

Una muestra más de la sanguinaria preferencia de la progresía hispana por el terrorismo de corte totalitario fueron los atentados del 11-S contra el World Trade Center de Nueva York. Como bien ha señalado el icono norteamericano de la izquierda radical con su habitual citación selectiva de fuentes, el maestro del non sequitur Noam Chomsky, los Estados Unidos son un estado terrorista de primer orden [5] y las acciones de los islamistas están perfectamente justificadas. Nuestro particular 11-M, ya fuera perpetrado por musulmanes o por etarras con el beneplácito de nuestro anterior gobierno socialista, cumplió una función semejante al 11-S para los chomskianos: culpabilizar al gobierno relativizando y justificando los atentados para dar así un giro a la política española.

Como Israel, los Estados Unidos representan cada vez más lo poco que a nuestra civilización le queda de la libertad conseguida con el sudor y la sangre de generaciones. A los Estados Unidos, como a España, se les reclama un trato justo y humanitario para con los terroristas, unos en Guantánamo, otros en Soto Real, Madrid, mientras se olvidan selectivamente de las atrocidades cubanas en las prisiones de Fidel Castro, denunciadas por el Observatorio Cubano de Derechos Humanos; del gulag asiático de Corea del Norte, Kwanliso nº 22, a imagen de los campos de experimentación butai japoneses, cuya superficie es casi idéntica a la de la ciudad de Los Ángeles; de los homosexuales colgados públicamente en Irán; o de Marruecos, ese “país laico” según la entonces Ministra de Asuntos Exteriores, Trinidad Jiménez. El autor no se corta al denunciar las amistades del régimen español con toda esta congregación multicultural de dictadores. No en vano, como bien señala, existe en nuestro país una asignatura, Educación para la ciudadanía, con la que se asume estatalmente la educación moral de los niños.

Detengámonos brevemente en la “alianza de incivilizados”, ese proyecto zapaterista para establecer un diálogo entre Occidente y el mundo árabe, en un increíble malabarismo multicultural en el que se excluía cualquier otra civilización. A este respecto se pregunta el autor, ¿modernizar el Islam o islamizar la modernidad? Montilla centra aquí su discurso, a nuestro parecer de forma demasiado condescendiente, en el fundamentalismo salafista, muy arraigado en Cataluña y que sin duda representa un importante problema bien conocido por las autoridades. En sus mezquitas, los imames llaman a un público clamoroso a la destrucción de Occidente, a la sumisión de la mujer, a la muerte de los homosexuales o a un nuevo Holocausto, además de promover, tanto en Londres como en Cataluña, jueces y policía islámica que asegure la aplicación de las leyes de la Sharia. “Serán terriblemente fanáticos”, nos dice el autor, “pero no tienen ni un pelo de tontos” (p. 49), o como  manifestaba John Derbyshire, “ningún país musulmán permitiría a los cristianos, ¡menos todavía a los judíos!, establecerse en grandes números en su territorio; y, en este aspecto, son más inteligentes que nosotros”.

No obstante, hay un dato que estremece y del que, se diría, el autor no extrae las conclusiones que serían pertinentes. Me refiero las estadísticas del Pew sobre el radicalismo islámico en Egipto: un 48% de los egipcios considera que el Islam juega un papel importante en la política egipcia, considerando positiva su influencia. Un sorprendente 84% juzga pertinente aplicar la pena de muerte a los apóstatas, un 77% cortar la mano a un ladrón y un 50% es favorable al grupo terrorista Hamás. Un panorama similar se desprende de la reciente biografía de Geert Wilders, Marked for Death: la única diferencia entre un musulmán radical y uno tolerante es que éste no secuestraría un avión de pasajeros para estrellarlo contra un edificio y asesinar a 3.000 personas: sólo lo celebraría. Como se celebró el asesinato de niños judíos en Francia. O bien existe una mayoría salafista, o, como dijo el primer ministro turco, Recep T. Erdogan, el Islam es el Islam, y eso es todo. Y es que profesar un Islam moderado tiene un grave inconveniente: está en directa contradicción con lo que nos dice el Corán,[6] un libro que, a diferencia de los Evangelios, no puede ser interpretado del mismo modo que nuestra Biblia, pues es la palabra directa de Alá recogida por su Profeta, no por unos pobres evangelistas que poco conocieron la figura que biografían.

De todo esto se deprende que la clave para entender el por qué de los movimientos de feminazis, carnavales LGTB y muchas ONGs defensoras de los derechos de los animales no es la tolerancia, el amor y todo aquello que John Lenon acertó que caracterizaría al Occidente post-cristiano en su canción Imagine. Al contrario, el común y único denominador, su “overriding concern”, que diría Hare, es la destrucción de Occidente: los derechos de las tres niñas asesinadas por su padre en Ontario por tener novios no musulmanes; los derechos de los homosexuales colgados en Irán o la existencia de zonas “anti-homosexuales” en Londres; los derechos de los cristianos coptos negros en Egipto o de los esclavos sudaneses; los derechos de los animales torturados durante el festival islámico del Eid al-Adha o bajo la ley islámica de la Dhabihah para servir de comida musulmanamente certificada; todos ellos pasan a un segundo plano cuando detrás del escenario de este teatro de los políticamente correcto se esconde el Islam. Ese reclamo construido sobre los derechos de la mujer, los homosexuales o los animales  no es más que un vehículo de crítica a Occidente, lo cual significa que la víctima –esas niñas asesinadas o mutiladas, esa mujer maltratada o desfigurada, esos homosexuales colgados o esos negros decapitados– no importan en absoluto a estos grupos. Y en esto comparten lo fundamental con cualquier ideología totalitaria, amén de su carácter impositivo sobre los “no creyentes”.

Me detendré por último en algunas anécdotas del nacionalismo catalán en relación con la crisis social y económica que recoge el autor, prescindiendo de aquellas evidentes relaciones con el totalitarismo más sanguinario que el lector interesado puede siempre consultar en otra parte.[7] Diríase que es vergonzoso que se inviertan millones en doblar cine al catalán para paliar esa mala costumbre catalana de ver las películas en lengua española o que se gasten 27.000 euros en averiguar las filiaciones políticas de los periodistas catalanes, mientras unos y otros se lamentan por el cierre de quirófanos o la falta de camas en los hospitales. No hay dinero para la Sanidad o la Educación pero sí para construir el edificio del nacionalismo, al más puro estilo norcoreano, saudí o chino,[8] compitiendo para ver quién tiene el edificio más grande mientras su pueblo se hunde en la miseria y en el hambre. A los 120.000 euros destinados al Ayuntamiento de Perpiñán para poner los nombres de las calles en catalán habría que añadir la cifra, sin duda infinitamente mayor, dedicada a eliminar el españolismo de las señales y demás materiales con restos escriturísticos en hospitales, escuelas o universidades, amén del incalculable número de placas de las calles catalanas que suponen un gasto en recursos humanos y material de producción. O esa multitud ingente de canales en catalán que habitualmente permanecen cerrados la mayor parte del día.

Un catalanismo, todo sea dicho, cuyo matrimonio islámico ha llegado a la cumbre, diríase, se ha consumado, con el Fútbol Club Barcelona. Ese equipo ejemplar mecenas de Unicef lleva ahora, en su lugar, el logotipo más rentable –150 millones de euros– de la Qatar Foundation, fundación islámica de un país islámico tan abierto y moderado que venera a Yusuf Al-Qaradawi, un musulmán suní que afirma que el exterminio judío perpetrado por Hitler fue una “bendición divina”.

Muchas más son las anécdotas que desfilan por las páginas de La causa de la libertad, y se me perdonará que no haga un resumen más detallado de todas ellas. Destaca, por ejemplo, la diligencia del PSOE por destruir sistemáticamente un sinfín de documentos durante el “traspaso de poderes”. Tal fue la holgazanería socialista que, como consecuencia del exceso de trabajo, incluso dos de sus máquinas destructoras de documentos se averiaron, sin duda oxidadas tras tres decenios de inactividad. O el no menos interesante parque temático de los indignados, al que bajaban a fumar su dosis habitual de marihuana –deporte nacional– antes de volver a sus lujosas casas y masías fuera de Barcelona, mientras justifican twitteando con su iPhone la agresión a los comerciantes que no cerraban sus lugares de trabajo, alegando que “no tienen derecho a quitar fuerza a mi movimiento”.

Tal es su patente de corso, su creencia en que, como paladines de la libertad, cualquier medio es lícito a sus fines. Así lo decía magníficamente John Tillotson en uno de sus sermones: “Todas las sectas se enardecen con tanto más furor, cuanto menos razonables son los objetos de su arrebato”.

La causa de la libertad es, en definitiva, un libro cargado a la vez de malestar por la situación actual y de optimismo por lo que ha de venir, una libertad que, juzga el autor, llegará finalmente a todas esas (y estas) sociedades. Pero no debemos olvidar que la libertad, como muestra la excepcionalidad americana, es una singularidad histórica cuyo precio es, siguiendo el dicho atribuido a Thomas Jefferson, “la vigilancia eterna”. La causa de la libertad es la causa de todos.

César Guarde



[1] Sobre el fenómeno de la centralización política del capital en relación a la libertad y, más concretamente, a la libertad de expresión, véase el artículo de Reihan Salam, “Un dragón aletargado. China no es modelo para la economía estadounidense”.

[2] http://www.libertaddigital.com/sociedad/raid-antisemita-en-la-autonoma-de-madrid-1276394630/. Cf. el titular, más políticamente correcto, “Incidentes en la Autónoma por un encuentro hispano-israelí”, en El País, 7 de junio de 2010, http://elpais.com/elpais/2010/06/07/actualidad/1275898620_850215.html.

[5] http://monthlyreview.org/2001/11/01/the-united-states-is-a-leading-terrorist-state. Cf. las recientes series estadounidenses y canadienses, “Homeland” (2011) y “Continuum” (2012), que recuperan la idea chomskiana de la relatividad del terrorismo.