Confucius and the Analects. New Essays, ed. de Bryan W. Van Norden, Oxford: University Press, 2002.

 

CANEEl estudio occidental de ese constructo denominado confucianismo o, más correctamente, ruxue 儒學, hunde sus raíces en el redescubrimiento llevado a cabo por los padres jesuitas de aquellas lejanas tierras que, pensaban, habían sido adoctrinadas en la ética judeo–cristiana por los descendientes de Noé, el patriarca bíblico. Creían ellos, los así denominados figuristas, que Sem, hijo de Noé, había transmitido el conocimiento secreto de Adán a los paganos del Asia Oriental, llegando incluso a prefigurar la llegada del Mesías, el shengren 聖人 o “sabio” descrito en los textos clásicos chinos. A imagen de otros autores, como Numenio, que pregonaban la existencia de unos prolegómenos a la fe de Cristo en los clásicos griegos –más divinos en cuanto que alejados en el tiempo que los tediosos autores latinos–, jesuitas, jesuitas figuristas y philosophes influidos por jesuitas, todos ellos ansiosos por restablecer una Europa dividida religiosa y moralmente, trazaron una fina línea entre ambas culturas, un puente en el que se prometía descubrir una identidad velada entre las verdades de Occidente y los misterios de Oriente, “itaque omnia sunt redintegranda”.[1] De este programa ideológico en el que participó activamente Leibniz [2] quedan todavía hoy resquicios disfrazados del seductor velo de la hermenéutica, anclados en las más firmes convicciones de aquellos estudiosos que, ante lo indefendible, se disculpan y resguardan las lecturas jesuitas bajo el disfraz de la moderna sinología. A este estudioso singular, dicho sea, poco le importan los últimos avances en filología –desde las discutibles aportaciones de la pareja de sinólogos Brooks, hasta las ampliamente aceptadas lecturas de Schuessler–, o cómo deben corregirse los textos frente a los nuevos descubrimientos arqueológicos.

Frente a esta sinología barata y poco comprometida con el lector –menos aún con el autor sobre el que se elucubra–, que busca corroborar aquello que ya sabe en lugar de adentrarse en el difícil discurrir de alturas heladas o amplios valles de lujuriante frondosidad, se ha alzado en los últimos años un nutrido grupo de especialistas dispuestos a renovar esta disciplina tan desconocida en nuestro país. El volumen que aquí presentamos, Confucius and the Analects. New Essays, con un total de diez ensayos, supone un vigoroso empujón, una brisa fresca que todo sinólogo, sea o no especialista en Confucio, agradecerá por su honestidad y claridad expositiva.

El volumen se encuentra dividido en dos partes, precedidas de una interesante introducción que bien podría constituir, por sí misma, una contribución más a este apetitoso plato, y coronada por una extensa bibliografía, la obligada tabla de conversión de los diferentes sistemas de romanización del chino y dos completos índices: uno de pasajes citados y otro recogiendo autores –antiguos y modernos–, obras clásicas y conceptos filosóficos. Bryan W. Van Norden, editor del conjunto y autor de tan completa introducción, resume los principales puntos necesarios para una perfecta comprensión del confucianismo, permitiendo así que incluso el lector no familiarizado, e incluso no especializado, pueda acceder con facilidad a la obra. Dispone, en primer lugar, de un breve repaso por la situación social y política de la China contemporánea a Confucio, para pasar rápidamente a tratar la figura histórica del Maestro, su obra –resumiendo diferentes intentos de cronología de las capas que forman el texto y proporcionando sugerentes alternativas de lectura– y, finalmente, unos conceptos clave que, alejándose de toda hermenéutica figurista, recogen las diversas interpretaciones propuestas en los últimos años. Para facilitar su lectura, el editor ha decidido finalizar la ilustración de estos conceptos, adicionalmente, con una muy completa tabla en la que se recogen varias citas ilustrativas de los términos enunciados.

La primera parte se inicia así con una contribución de Joel J. Kupperman, profesor de filosofía de la Universidad de Connecticut, titulada “Naturalness Revisited: Why Western Philosophers Should Study Confucius”. No se trata de una mera justificación encubierta de las últimas tendencias de Kupperman, autor centrado en el discurso ético occidental y que, desde finales de los 60, había comenzado a hacer sus pinitos en el terreno de la “filosofía asiática”. Al contrario, Kupperman realiza una interesante inmersión en la ética de la virtud confuciana desde el punto de vista de las carencias presentes en las tendencias modernas occidentales. La dicotomía fundamental entre ambas aproximaciones se sitúa en el momentum ético: mientras los filósofos occidentales, entre ellos W.D. Ross, R.M. Hare o Bernard Williams, intentan crear modelos empíricos de conducta moral ideando escenarios abstractos en los que el sujeto ético debe enfrentarse a curiosas decisiones, el confucianismo promueve la toma de tales decisiones en el ámbito de lo cotidiano, como parte del quehacer diario frente al cual debemos presentarnos como sujetos éticos responsables, integrando esta moralidad –en su sentido más etimológico– en nuestro estilo de vida. Esta internalización de los modelos de conducta moral dentro de nuestra propia personalidad –sin importar si estos son confucianos, cristianos o personales–, contrasta con una de las grandes enfermedades de la sociedad moderna: su incapacidad de decisión y su culto a la diversidad y la multiculturalidad, fruto todo ello de la carencia de modelos de conducta moral cotidianos sobre los que sostenerse, suplantados como han sido por lejanos escenarios que tan sólo se discuten en remotas aulas de facultades de filosofía.

Le sigue a este estudio el destacado profesor cantonés Kwong–Loi Shun y su artículo “Rén 仁and Lĭ 禮 in the Analects”, un anticipo de lo que será su tercer volumen sobre pensamiento confuciano, From Philology to Philosophy (título provisional). Tras discutir las diferentes tendencias en lo que a la interpretación de estos conceptos se refiere –instrumentalistas y definicionalistas–, Shun introduce una nueva aproximación para explicar los aparentes conflictos entre rén y lĭ en los textos confucianos: éste modifica y da forma al ideal ético de aquél, pero a su vez, nos permite transcender los rituales o normas sociales establecidas (lĭ) cuando el sujeto competentemente ético así lo crea necesario, creando con ello nuevos valores.

Robert B. Louden, profesor de ética en la Universidad del Sur de Maine y activo estudioso de la filosofía alemana, introduce al lector en la desconocida sinofilia de Christian Wolff. Si autores como D.E. Mungello habían analizado ya la primera parte de ese binomio kantiano de “Leibniz–Wolffische Philosophie”, Louden se centra en la famosa Oratio de Sinarum philosophia practica, una conferencia pronuncia por el profesor alemán el 12 de julio de 1721 ante los pietistas de Halle. Con este texto, Wolff pretendía identificar su filosofía con el confucianismo y negar la necesidad de la Revelación para alcanzar la salvación: ateos y paganos por igual podían ser moralmente virtuosos sin necesidad de compartir la fe en Cristo o en los profetas –Wolff, de hecho, iguala a Cristo con Moisés y Mahoma–. Huelga decir que las reacciones no se hicieron esperar: Joachim Justus Breithaupt reclamó el manuscrito para su examen al día siguiente, a lo que Wolff se negó rotundamente, y hubieron de pasar dos años para que, entre disputa y disputa, el rey de Prusia tomase cartas en el asunto. Como resultado de ello, Wolff fue expulsado y sus tierras requisadas bajo pena de horca. Pero su huída lo llevó a Marburgo, en donde retomó las clases universitarias con un sueldo comparativamente más alto. Ahora bien, y como señala Louden, no debe pensarse que el conocimiento de la filosofía china por parte de Wolff alcanzase a tener una influencia formativa en su pensamiento. Al igual que ocurrió con Malebranche o Leibniz, bien fuera para repudiarla, bien para confraternizar con ella, los philosophes, y Wolff entre ellos, ya tenían un edificio filosófico y metafísico perfectamente construido cuando entraron en contacto con el Confucio de los jesuitas. Louden examina así la presencia de la chinoiserie en la filosofía alemana, desde la fuerte admiración de Wolff al desencanto de Kant y Hegel, que mucho debió a la pérdida de poder intelectual de los jesuitas tras la Controversia de los Ritos (1630–1742), para centrarse finalmente en uno de los aspectos menos tratados del confucianismo: la dimensión religiosa que le otorgan las constantes referencias al “cielo”, tiān 天. Aquí pueden reprochársele a Louden una serie de puntos: no se nos dice en qué sentido entiende religiosidad ni cómo ésta debe ser aplicada al confucianismo, pues a pesar de la existencia de varias referencias al “cielo” como fuente de virtud o moralidad, no es cierto que ésta tenga su origen en aquél. Igualmente, incluso aceptando que Confucio sí creyese en la existencia de una entidad sobrenatural y cuasi–personal a la que denominó “cielo”, de ello no se sigue que su filosofía fuera dependiente de ésta (al contrario, la piedra fundacional del confucianismo son las tradiciones creadas por los reyes antiguos, transmitidas de generación en generación, y sobre las cuales deben crearse nuevos mores). A pesar sus deficiencias, la crítica de Louden a Wolff es perfectamente legítima, y su caracterización de la chinoiserie como un proceso no formativo coincide, a grandes rasgos, con lo que sabemos de Malebranche, Leibniz, Montesquieu o, afilando mucho la vista, incluso Adam Smith.

Cierra esta primera parte una interesante reflexión sobre el papel del confucianismo en la sociedad actual. A cargo de Stephen A. Wilson, especialista en ética cristiana, “Conformity, Individuality, and the Nature of Virtue: A Classical Confucian Contribution to Contemporary Ethical Reflection” defiende la ética confuciana frente a aquellos que atacan su excesivo énfasis en la ritualidad. Como es sabido, dentro de los estudios de ética contemporánea existe la tendencia, pace MacIntyre, de trazar una amplia línea entre conservadurismo y liberalismo, de tal forma que la defensa de la tradición hace ineluctable la negación de la individualidad. Wilson recupera correctamente el carácter ritual verdadero de la tradición y su papel en la formación de un individuo capaz y responsable en la toma de decisiones, pero en su lucha caen humillados dos titanes: Herbert Fingarette, defensor a ultranza del carácter tradicional del confucianismo, y Roger T. Ames y David L. Hall, cuyo Confucio ha sido caracterizado por algunos críticos como un “[champion] of Nietzschean free–fall ethics”.[3] Lo cierto es que la propuesta de Wilson, más que rechazar la tesis de Ames y Hall, la complementa y refuerza.

La segunda parte de este volumen cuenta con las colaboraciones de reconocidos sinólogos de extensa y reconocida trayectoria. El primero de ellos, Philip J. Ivanhoe, conocido por sus estudios sobre Zhuangzi, Mencio y Wang Yangming, realiza un homenaje a MacIntyre y Henry Rosemont, Jr. con su “Whose Confucius? Which Analects?”.[4] Esta breve contribución se centra en un pasaje de las Analectas, 5.13, en donde se menciona la naturaleza humana y el Dao del Cielo 天道:

子貢曰:“夫子之文章,可得而聞也;夫子之言性與天道,不可得而聞也。”

Zigong dijo: “Las manifestaciones culturales del Maestro pueden alcanzarse a escuchar; lo que el Maestro dijo sobre la naturaleza y el Dao del Cielo no puede alcanzarse a escuchar”.

Ivanhoe examina retrospectivamente las lecturas hermenéuticas sobre este pasaje en la China antigua, desde He Yan 何宴 (?–249) hasta Zhang Xuecheng 章學誠 (1738–1801), sobre quien Ivanhoe ha publicado recientemente una antología, On Ethics and History: Essays and Letters of Zhang Xuecheng (Stanford: University Press, 2009). Como prefacio a esta obra, el artículo de Ivanhoe reclama una filosofía confuciana viva a lo largo de los siglos y nos recuerda la existencia de un filosofar perdido que le fue arrancado a China cuando un campesino de la provincia de Hunan se alzó como presidente y convirtió toda tradición en cenizas.

En la misma línea se encuentra la siguiente contribución a las lecturas hermenéuticas de las Analectas. “Confucius and the Analects in the Hàn”, a cargo de Mark Csikszentmihalyi. Conocido especialmente por su innovador estudio del mencianismo, Material Virtue, el autor reclama, en primer lugar, el conocimiento de Confucio hombre como condición sine qua non para abordar su obra, para centrarse a continuación, principalmente, en el modo en que los mitos que rodean su persona se consolidaron en la dinastía Han, afectando a la formación de la Analectas y, especialmente, a las lecturas esotéricas del texto.

Si el conocimiento de las tradiciones hermenéuticas es una parte fundamental de toda buena metodología, no lo es menos la profundización filológica, ora en el texto como un todo, ora en cada una de sus partes, ora, finalmente, en la misma tradición que lo engloba. Así proceden los sinólogos Brooks –The Original Analects, “Warring States Project”– sobre un tan conocido como problemático pasaje de las Analectas, 9.1:

子罕言利,與命,與仁。

El Maestro raramente hablaba de provecho, y destino, y rén.

Lo problemático del pasaje es que rén, la excelencia confuciana, es precisamente uno de los temas recurrentes en las Analectas, apareciendo en 109 ocasiones (“destino”, a su vez, en 24). Ha habido numerosos intentos desde la antigüedad por resolver este problema, pero ningún argumento ha resultado lo suficientemente convincente. Los Brooks proponen aquí entender el texto como una serie de capas en constante formación (“non–integral theory”), resolviendo el enigma al tratar 9.1 como una interpolación tardía en un momento en el que los libros 10 y 11 habían adquirido gran importancia entre los estudiantes confucianos (libros en los que no se hace mención de rén).

La siguiente contribución corre a cargo del editor, Bryan W. Van Norden, “Unweaving the “One Thread” of Analects 4:15”, centrándose, como su título bien indica, en otro conocido pasaje del texto confuciano:

子曰:“參乎!吾道一以貫之。”曾子曰:“唯。”子出。

門人問曰:“何謂也?”曾子曰:“夫子之道,忠恕而已矣。”

El Maestro dijo: “¡Shen! Mi Dao la Unidad lo une”. Zengzi dijo: ·Sí”. El Maestro marchó.

Los discípulos preguntaron: “¿Qué significa eso?”. Zengzi dijo: “El Dao del Maestro es simplemente honestidad y temperancia”.

Este pasaje presenta diversos problemas: no sólo queda por definir a qué se refiere exactamente Zengzi al hablar de “honestidad” y “temperancia” (y qué relación guarda esto con la Unidad), sino que la propia estructura del comentario de Confucio es confusa. Yī yĭ 一以 es leído por comentaristas posteriores como yĭ yī 以一 (así, Xing Bing 邢昺 y Zhu Xi), dado que yĭ 以, “a través de” requiere un complemento, e yī 一, “uno”, no debería anteceder a aquél –en tal caso, wú dào 吾道 funcionaría como tema de la frase–. A su vez, ¿por qué abandona Confucio la escena? ¿Se ha visto decepcionado con la respuesta afirmativa de su discípulo? Lo que Van Norden sugiere es que, precisamente, Confucio se ha sentido defraudado al ver que su discípulo percibe una sistematización en virtudes cardinales detrás de su doctrina –toda virtud se resumiría en una máxima–. Si esto es así, añadimos nosotros, la respuesta de Zengzi a sus compañeros no deja de ser una magnifica muestra de ironía confuciana: no habría una virtud cardinal, sino dos. Confucio continúa, significativamente, fuera de la escena, ante la ineptitud de su discípulo.

Cierra este bloque filológico la lectura existencialista del libro cuarto de las Analectas, a cargo de Lee H. Yearley. El autor cristiano aplica la doble metodología de los estudios neotestamentarios a las Analectas, combinando así la contextualización histórica con la venerabilidad del texto clásico o sagrado y aplicándola a un incisivo estudio del libro cuarto, por ser éste el más antiguo y el que mejor engloba el carácter de Confucio. Su lectura no es tanto existencialista como, en realidad, tomista –compárese con su obra Mencius and Aquinas–, más alejada de Sartre y muy cercana al Aquinate. La conclusión de Yearley es, de hecho, muy similar a la de Wilson anteriormente citada, reconociendo hábilmente cómo su postura tomista –la existencia de elección junto a la necesidad de fijar unas pautas culturales desde las que elevarse– se harmoniza con Fingarette y el Confucio de Ames y Hall. Ambas propuestas, sin embargo, olvidan una parte muy importante de la paidéutica confuciana: que para poder crear o distanciarse de los mores establecidos y necesarios de los cuales se parte hay que estar capacitado para ello y, por ello, no todo ser humano puede transvalorar el palaios logos a su antojo. Se requiere un conocimiento y comprensión de la tradición y la naturaleza humana para poder hacer evolucionar la civilización en una determinada dirección: evolución, y no cambio sin más, es lo que reclaman en última instancia estas novedosas interpretaciones de la doctrina confuciana.

Este inspirador volumen finaliza con un interesante artículo de Lisa A. Raphals, “A Woman Who Understood the Rites”. Raphals es una autora bien conocida por todos aquellos que hemos profundizado en la imagen de la mujer en la antigüedad China y su obra Sharing the Light es uno de los mejores textos al respecto. Se ha ocupado, adicionalmente, de los temas de destino y fatalidad en la tradición antigua, sobre los que prepara en la actualidad un volumen de filosofía comparada. En el texto que nos ocupa, la autora se centra en dos de las pocas mujeres que fueron elogiadas por Confucio, Jing Jiang de los Ji del estado de Lu 魯季敬姜 y la joven de Agu 阿谷處女, cuyas historias se encuentran en el Lienüzhuan 烈女傳 o Biografías de Mujeres Ejemplares. La primera de ellas se nos presenta como una sagaz fémina que intervino activamente en los asuntos familiares y gubernamentales, habitualmente velados a la mujer. La joven de Agu, por su parte, protagonista de un interesante encuentro con Confucio, representa el respeto de los rituales en las relaciones entre hombres y mujeres. Si bien el primer caso podría servir a la autora para reflejar las posibilidades de superación del confucianismo posterior en la esfera de los estudios de género y la cuestión de qué papel jugarían las mujeres en un futuro confucianismo moderno, Raphals es cauta al atribuir al confucianismo “originario” un carácter abierto y tolerante a la intervención de la mujer en asuntos gubernamentales –intervención que era, de hecho, habitual, pero no por ello aceptada por el confucianismo–.

Finalmente, Confucius and the Analects concluye con un valioso instrumento de trabajo: una bibliografía anotada de Confucio y las Analectas, a cargo del doctorando Joel Sahleen, que recoge un total de 381 trabajos en lenguas occidentales, china y japonesa –están excluidos los artículos individuales en estas dos lenguas, por motivos de espacio–, además de referencias a diversos instrumentos de trabajo en los que el lector podrá localizar las obras chinas anteriores a la fundación de la República China (1911) y la bibliografía china posterior.

En conjunto, qué duda cabe, un provechoso y admirable intento de acercar a un público diverso una de las pocas alternativas a la filosofía occidental contemporánea que quedan en este mundo, cada vez más abocado a celebrar la barbarie y a entregarse a la diversificación multicultural de todo cuanto nos haga autocomplacernos en la falsa moralidad superior del autoodio.

 César Guarde
 

[1] Carta fechada por Gaston Grua en 1686, en castellano en G.W. Leibniz, Escritos de Filosofía Jurídica y Política, ed. Jaime de Salas Ortueta, Madrid, Editora Nacional 1984, “Sobre el cambio de religión y el Cisma”, p. 496.

[2] Poco antes de abandonar Grimaldi territorio europeo, retornando a China, Leibniz alcanza todavía a escribirle: “Hasta ahora hemos tenido numerosas relaciones con las Indias y de diversos tipos; todavía, sin embargo, no habíamos tenido relación científica alguna” (en Leibniz–Briefwechsel, Niedersächsische Landesbibliothek, Hanóver, 330, 3–5). Sobre esta cuestión véase César Guarde, “Texto y arte en la formación de la interpretación ilustrada del confucianismo” y “La lectura ilustrada europea del confucianismo: entre Malebranche y Voltaire”, en Estudios de Asia y África, 150/48, partes 1 y 2, respectivamente.

[3] Li-Hsiang Lisa Rosenlee, reseña publicada en The Philosophical Quarterly, 53/213 (2003), pp. 609-613. No entraremos aquí a discutir esta caracterización del nietzscheanismo como ética del nihilismo sin valores (?) a la que tan acostumbrados nos tiene cierta vox populi.

[4] La referencia es a la conocida obra de Alasdair MacIntyre, Whose Justice Which Rationality, así como al artículo de Henry Rosemont, Jr., “Whose Democracy? Which Rights? A Confucian Critique of Modern Western Liberalism”, publicado en castellano: César Guarde (trad.), “¿Democracia de quién? ¿Qué derechos? Una Crítica Confuciana al Liberalismo Occidental Moderno”, Torre del Virrey, 9 (2010), pp. 69–80.