John Toland, Medicina sin médicos, 1722.

    

Physic without PhysiciansPermítaseme empezar esta reseña con una anécdota personal. Durante mis estudios de Filosofía en la Universidad de Barcelona, en ningún momento se mencionó o se trató la figura de John Toland: ni en Historia de la filosofía moderna, ni en Filosofía de la ciencia. Así se dio el caso de que pude estudiar autores tan importantes como Giordano Bruno, Gottfried W. Leibniz o Baruch Spinoza [1] sin escuchar por parte de mis profesores el nombre de Toland o de que se me hablara de Isaac Newton sin ni siquiera una alusión al autor de Cartas a Serena.

Ante la imposibilidad de escribir mi tesis doctoral sobre el tema que yo había libremente elegido, Miguel Ángel Granada me propuso investigar el pensamiento de John Toland, comentándome que, aunque era un «filósofo de segunda», podría extraer alguna cosa útil de su filosofía. He de reconocer que ya entonces me chirrió el calificativo de «filósofo de segunda». En efecto: ¿Qué es ser un «filósofo de segunda»? ¿Cuáles son los criterios para decidir si un filósofo es «de primera» o «de segunda»? A mí jamás me ha parecido digno del nombre de filosofía lo que hicieron Kant, Fichte, Husserl o Heidegger. ¿Por qué todos ellos son considerados en los ámbitos académicos como «grandes» filósofos y Toland está condenado al ostracismo, a pesar de que en su tiempo fue un pensador decisivo y fuente de inspiración para muchos otros, tanto en Inglaterra como en el continente europeo?

Una pista que posiblemente nos ayude a resolver estas cuestiones la ofrece el breve tratado de John Toland que aquí presentamos: Medicina sin médicos (Physic without Physicians), texto que fue póstumamente publicado por el hugonote francés Pierre Desmaizeaux en 1726 [2]. Ahora, casi 300 años más tarde, sale a la luz de nuevo, gracias a la iniciativa editorial de J. N. Duggan [3]. De esta manera, consciente de la novedad que representa la aparición de este escrito para el estudioso no sólo de Toland, sino de la filosofía en general, el editor lo acompaña de una breve introducción (págs. iii-iv), ofrece un utilísimo glosario de las personalidades citadas por Toland (págs. 21-23), una exhaustiva cronología (págs. 24-26) y un breve catálogo de obras publicadas de y sobre Toland (págs. 27-29). Asimismo, hay que destacar la reproducción del único retrato existente del pensador irlandés sosteniendo en la mano su obra «published, but not printed» Pantheisticon de 1720 (pág. i), así como de una copia de la hoja de inscripción en el registro de sepelios, donde se indica que Toland fue enterrado el 13 de marzo de 1722 (pág. 19).

Por lo que se refiere a la génesis del texto, ésta se halla en la enfermedad pulmonar y estomacal que afectó a Toland a finales de diciembre de 1721 y que le acabaría llevando a la tumba el 11 de marzo de 1722. Así, en los breves momentos de recuperación que tuvieron lugar en enero de 1722, Toland redacta estas líneas a su fiel amigo y confidente Barnham Goode, en las que denuncia la incompetencia, el desprecio y la arrogancia de los médicos frente a sus pacientes, así como el poderoso y costoso fraude que constituyen los farmacéuticos.

Tomando como guía toda una serie de pasajes de la obra Historia Natural debida a la pluma de Plinio el Viejo, Toland expone en primer lugar su experiencia con los médicos durante su enfermedad, relatando cómo, «después de contarle [a su médico, JM] cuánto y con qué violencia su lenitivo me había hecho vomitar, lo que me admitió era contrario a sus expectativas, no parecía más preocupado que para decir solemnemente “que esto era muy extraordinario”. ¿Qué es tan extraordinario, doctor? Os prometo que ésta será la última observación que un médico cualquiera hará jamás sobre mí» (págs. 5-6).

Expuesta la actitud despectiva del médico para con él, Toland pasa a continuación a señalar cómo éstos «hacen un tráfico seguro con nuestras vidas» (pág. 7) y trae a colación la anécdota citada por Plinio de un «desdichado paciente», quien solicitó que se pusiera en su tumba «QUE LA MULTITUD DE SUS DOCTORES LO HABÍA ASESINADO» (ibid.). Y es que, como continúa Toland citando a Plinio, los médicos «aprenden su arte poniendo en peligro nuestras vidas y hacen experimentos con nuestras muertes. Además, que nadie, excepto los médicos, puede asesinar a personas con total seguridad e impunidad. Más aún, afrontan su memoria después de muertos, reprochándoles intemperancia y vituperando al muerto» (pág. 11). Efectivamente: uno de los rasgos que Toland destaca de los médicos es su prepotencia y su irresponsabilidad ante sus propios hechos o «crímenes» [4]: «¡Qué falsos! ¡Qué bárbaros! Primero nos torturan y nos matan y luego se quejan de que lo hemos hecho nosotros mismos; que no nos habríamos controlado y que habríamos comido o bebido o hecho algo que el doctor nos había prohibido» (ibid.).

Mas si hay una especie de hombres que son todavía más deleznables que los médicos, éstos son, sin duda alguna, los farmacéuticos con sus «intolerables timos» (pág. 11): «Pues, para hacer justicia a todo el mundo, los últimos [los médicos, JM] no han causado la mitad de sufrimiento a la humanidad que los primeros [los farmacéuticos, JM]. Y ellos harían todavía menos, si preparasen sus propias medicinas y evitaran aquellas monstruosas mezclas que son la fuente de infinitos daños y donde tiene lugar más una sistemática suposición que un saber racional o experimental» (ibid.).

De esta manera, Toland denuncia cómo los enfermos son forzados a consumir medicamentos, los cuales no solamente suelen ser caros, sino también «inextricables», en el sentido de que el paciente no sabe (y no debe nunca saber) de qué están compuestos, es decir, qué está realmente tomando y cuáles son sus efectos reales. Así, nos vemos obligados a ingerir medicamentos que, a menudo, producen «efectos completamente diferentes de los que se esperaba por su ajuste proporcional» (pág. 12).

Siguiendo las enseñanzas de los antiguos, Toland sostiene que la tarea de los farmacéuticos ha consistido históricamente en desprestigiar los métodos y las curaciones naturales y tradicionales de toda la vida en favor de sus «misteriosas» composiciones químicas:

Y lo que es todavía más observable: cuando, por la información de viajeros o de otro tipo, se comunica un remedio cualquiera de este tipo a un médico colegiado (como sucede a veces), de inmediato, este hombre de misterio, que desprecia aprender de cualquier otra persona, altera y oculta este descubrimiento preparándolo de manera más artificial que los nativos o añadiéndole una multitud de otras cosas que, o bien hace que pierda todas sus virtudes, o bien produce un efecto diferente, si no contrario. Mientras tanto, una medicina noble, quizás una cura específica, es menospreciada y cae en desuso por la credulidad de aquellos que escuchan incondicionalmente a un cretino pretencioso. De este modo, la corteza peruana y las raíces ipecacuana se consideran a menudo nocivas o insignificantes frente a los preparados farmacéuticos (pág. 14).

En efecto, pues -y de nuevo citando a Plinio- si tal remedio verdadero «se hubiera de extraer del jardín o de alguna hierba o arbusto que se encontrase en el campo, los farmacéuticos de todas las artes se convertirían en los más despreciables» (pág. 14).

¿Significa todo ello, se puede preguntar el lector en este punto, que Toland desprecia tanto la Medicina como a los médicos y a los farmacéuticos?

No. Lo que Toland denuncia no es la Medicina, sino «las bazofias obstruyentes y nauseabundas de los médicos» (pág. 15). El pensador irlandés desprecia aquello en lo que se ha convertido la práctica médica, no la habilidad para curar. En efecto, el autor de Nazarenus no sólo define la Medicina como «regalo de Dios y de la Naturaleza» (pág. 11), sino también como la unidad de «dieta regular, ejercicios moderados y el uso apropiado de hierbas medicinales» (pág. 6). El enemigo a combatir son los médicos y los farmacéuticos, quienes, al igual que los sacerdotes (no en vano son comparados por Toland en diversas ocasiones en este texto), no es posible calificarlos de amigos de la humanidad, sino simple y llanamente de sus exterminadores, pues históricamente está comprobado que «aquellas naciones que no tienen médicos están afligidas con menos enfermedades» (pág. 8).

De la radicalidad de estas posiciones Toland era bien consciente, de ahí que, anticipándose al desprecio y al descrédito por parte de la comunidad médica, sostuviera que «poco me importa lo que ellos digan, de la misma manera que a ellos no les importa el destino de sus pacientes» (pág. 16). Y concluyera su obra con la siguiente promesa: «de aquí en adelante estudiaré la Naturaleza en relación con el cuerpo del hombre, a su propia manera y para mi propia preservación, como antiguamente era costumbre entre los mejores filósofos» (ibid.).

La actualidad de estas reflexiones de Toland, que no sólo se pueden calificar como las más personales, sino también como las expuestas «con más flema» (pág. 16) de toda su prolífica carrera, no escapa a cualquier lector atento. En efecto: en unos tiempos como los presentes, en los que, por orden de una Organización Mundial de la Salud (conjunción de médicos y farmacéuticos) y, por tanto, de la medicina profesional, se tiene confinado en sus hogares a todo el planeta, en los que, violando y haciendo saltar por los aires todos los principios básicos de la medicina tradicional, se inocula a la población el miedo y el pánico por una supuesta pandemia que ha de dar lugar a una «nueva normalidad» fundada en la obligatoriedad de una vacuna, cuyos componentes no conocerá nadie de los que se verán forzados a ponérsela para no verse calificados de parias, este escrito de Toland merece ser leído con atención con el fin de poder defenderse de los médicos, de la medicina oficial y, sobre todo, de esos «vanidosos y pretenciosos» enemigos de la humanidad representados por los farmacéuticos y sus financiadores.

Y de esta manera llegamos a las respuestas a las cuestiones planteadas al inicio de esta reseña. En efecto: frente a lo que se podría denominar el «testamento» de Toland se encuentran obras tales como La crítica de la razón puraLa fenomenología del espírituIdeas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica o Ser y tiempo. ¿Qué bien proporcionan estos escritos a la humanidad? ¿Dónde están aquí las indicaciones que ayuden a los hombres a llevar una vida mejor?

El descrédito se ha abatido y se abate actualmente sobre la filosofía. Autores como Lev Shestov se permiten el lujo de desprestigiarla, argumentando que ésta siempre se ha considerado «sierva», primero de la teología, después de la ciencia, mofándose de su pretensión, antigua y originaria, de ser «la ciencia de las ciencias» [5]. Es precisamente en este contexto en el que cobran importancia las palabras de Platón, cuando afirmaba que la filosofía «no deben cultivarla los bastardos, sino los bien nacidos» [6]. En este sentido, Toland es un excelente ejemplo de filósofo bien nacido (φιλόσοφος γνήσιος).

 

Jordi Morillas

 

[1] Otros autores importantes en este contexto son John Locke o Pierre Bayle, pero de ellos apenas se habla en las facultades de filosofía españolas.

[2] A Collection of Several Pieces of Mr. John Toland, now first publish’d from his Original Manuscripts: with some Memoirs of his Life and Writings. J. Peele, Londres, 1726, en 2 volúmenes. El texto se encuentra en el segundo volumen, págs. 273-291.

[3] John Toland: Physic without Physicians, The Manuscript Publisher, Breslavia, 2020.

[4] Toland escribe al respecto: «No voy a insistir en tales pequeños crímenes, comparados con otros, como su prolongación voluntaria en muchas ocasiones de la curación de enfermedades; o su convertir pequeños trastornos en peligrosos síntomas para exprimir la cartera de un paciente opulento: ni tampoco soy propenso a dar crédito a aquellos médicos que acusan a algunos de su facultad de enviar voluntariamente a un paciente al otro mundo, no sea que otro vaya a tener el crédito de una curación que ellos no han sabido llevar a cabo» (pág. 9).

[5] Cfr. Lev Shestov: Apoteosis de lo infundado (Intento de pensamiento adogmático). Traducción y notas de Alejandro Ariel González. Hermida Editores, Madrid, 2015, §74, pág. 76.

[6] Platón: República. Introducción, traducción y notas de Conrado Eggers Lan. Editorial Gredos, Madrid, 19922, pág. 369 (535c).