Jesús Laínz, España contra Cataluña. Historia de un fraude, Encuentro, Madrid, 2014.

  

“Digamos bien claro que el nacionalismo presupone y necesita la incultura del pueblo”.

            - Carles Cardó i Sanjoan, “Analfabetisme”*, La Publicitat, 45/15500, 10/10/1922, p. 1.

 

“El rápido progreso del catalanismo fue debido a una propaganda a base de algunas exageraciones y de algunas injusticias”.

            - Francesc Cambó, Memòries (1876-1936), Alpha, Barcelona, 19813, vol. 1, p. 41.

           

espaa cataluaEl constructo nacionalista catalán, pero también el vasco y el gallego, es probablemente uno de los problemas más importantes a los que se enfrenta la España del s. XXI y lo es no ya por la intrínseca separación del territorio español que plantea, en sí misma tan cancerígena como la misma crisis económica que vivimos, sino precisamente por las premisas que supone y el ambiente que crea, necesario para su cultivo. Como bien acertó a apuntar el sacerdote tarraconense Carles Cardó i Sanjoan (1884-1958), insigne figura del nacionalismo racial catalán con cuyas palabras comenzamos esta reseña, es la inmersión total en “la deliciosa y sabia maestría catalana del campesino, desconocedor de las letras” lo que permite al pueblo de raza catalana descubrirse como tal. O dicho de otro modo: es necesario analfabetizar a la población si se desea imponer la doctrina catalanista del independentismo. Las raíces de este proceso de “desvertebración nacional” han sido sólidamente analizadas por Jesús Laínz en su último libro, España contra Cataluña. Historia de un fraude.

Un fraude que hunde sus raíces en una historia tan antigua como compleja y a menudo olvidada por los propios ciudadanos hispanos, desconocedores como nadie de su propio pasado y, por tanto, proclives a cualquier fraude histórico. El libro se encuentra dividido en once capítulos que, a pesar de su densidad, resultan de fácil lectura, cubriendo interesantísimos aspectos de la historia de España, tales como la Leyenda Negra, la expulsión de los judíos, la Inquisición, la guerra de Cuba, así como los más conocidos dislates históricos del nacionalismo catalán: 1714 y 1936. Todos ellos son tratados con increíble objetividad y un apabullante dominio de los materiales de trabajo, dando así al lector la seguridad de encontrarse frente a un trabajo tan honesto como erudito.

Una vez introducida la cuestión masoquista de una España que se complace en el autoodio –a la vez que en el disfrute sádico de verse vituperada constantemente por el resto de Europa–, Laínz rastrea los orígenes de esta tendencia esquizofrénica hasta la sublevación cubana, uno de esos episodios en los que el catalanismo se complace en diferenciarse del resto de España. No obstante, como bien muestra el autor, hubo en realidad un importante número de barceloneses, santanderinos y bilbaínos que se alistaron entonces para sofocar la rebelión colonial, como bien muestra, entre otros, el cuadro que sirve de portada a la obra: Embarque de los voluntarios catalanes de la isla de Cuba, obra de Eduardo Llorens y Masdeu y actualmente en el Palacio de Sobrellano, en Cantabria. Y no sólo a favor de Cuba, sino también de la presencia de     España en las Filipinas o en la Guerra de Marruecos se mostraron catalanes como Joaquim Rubió y Ors o José Antonio Ferrer, éste último al grito de “¡San Jordi! ¡Viva Espanya! ¡Al arma! ¡Guerra! ¡Guerra! ¡Corram a matar moros!” .

Este apoyo tenía una explicación bien sencilla: tanto Barcelona como las Provincias Vascongadas eran importantes puertos marítimos y, como tales, vías de enriquecimiento de la industria catalana y vasca de la época a través del comercio con las colonias y, en concreto, gracias al comercio esclavista que posibilitó el gran crecimiento urbano de ciudades como Barcelona. El mismo Antonio Maria Claret, en una carta al Padre Esteban Sala fechada el 4 de noviembre de 1852, confirmaba que de entre los negreros, “los más malos son los que han venido de España, y singularmente los catalanes, que son malísimos, pésimos [...] o tienen ilícitas relaciones con mulatas y negras” (pp. 37-38). No en vano los cubanos utilizaban entonces el epíteto “catalán” como un insulto. Todo esto cambió, sin embargo, con la derrota de Cavite el 1 de mayo de 1898, en la que España pierde Filipinas, y su inmediato fracaso naval en la batalla de Santiago de Cuba el 3 de julio del mismo año.

La caída de las colonias frente a la hegemonía estadounidense provocó el desprestigio del Estado español y la rápida propagación de ideas separatistas en periódicos y diarios otrora afines a la etapa colonial. Si bien las primeras acusaciones se vertieron contra Barcelona (utilizando las corridas de toros como arma arrojadiza), pronto siguieron las reivindicaciones republicanas que acabaron identificando a Castilla con el desastre (pp. 55-56). Si hasta entonces el catalanismo había sido una “secta religiosa”, en palabras de Cambó, con tan pocos integrantes que se conocían todos entre sí, 1898 lo cambió todo y la mitología catalanista abrazó los ideales de separación y de ruptura con lo que consideraba, ya desde Riba (La question catalane, 1898), una raza diferente e inferior. No fue casualidad que los separatismos surgiesen, precisamente, en aquellas zonas en las que la industria se había beneficiado de las colonias, ahora perdidas, y tampoco lo fue que desde sus inicios el catalanismo hablase en términos imperialistas. La adinerada burguesía catalana, que tanto tenía que perder con Cuba y Filipinas, buscó en el nacionalismo la solución a sus problemas.

Pero, ¿cómo cayó España en el enorme complejo de inferioridad al que ha sometido su antes gloriosa historia? A ello dedica Laínz el tercer capítulo de su libro. Con motivo de la guerra hispano-estadounidense, el motor propagandístico de los enemigos de España se apropió de dos obras insignes por su falsedad histórica, pero también por su pervivencia psicológica: la Brevísima de fray Bartolomé de las Casas y la Historia crítica de la Inquisición española del bonapartista Juan Antonio Llorente. Dos ficciones históricas que Laínz analiza con la precisión de un cirujano y la pulcritud de un bisturí. La Brevísima es, como bien debería saberse ya desde Menéndez Pidal, un “delirio paranoico” de ficción histórica en el que se detalla el asesinato planificado de veinte millones de nativos americanos a manos de las tropas españolas. Delirio que, sin embargo, y gracias a sus múltiples reediciones y traducciones acompañadas de los horripilantes grabados de un influyente Théodore de Bry, consiguió institucionalizarse en toda Europa (influyendo en Voltaire y en Montesquieu) y echar raíces tanto en la América Latina contemporánea como en la misma España. Lo cierto es, sin embargo, que España –a diferencia de los Estados Unidos– no sólo creó centros universitarios, por ejemplo, en México y Lima, sino que protegió las costumbres religiosas de los indios, limitó el poder de los gobernantes y realizó una importante labor filológica (pp. 85-86, 106-117). Los indios norteamericanos, que no participaron de esta “devastación española”, no corrieron semejante suerte, como tampoco la tuvieron las recién emancipadas colonias una vez los gobernadores locales gozaron de total impunidad para explotar a sus ciudadanos.

Por si la Leyenda Negra no era/fuese suficiente, se culpó también a España y a su Inquisición del supuesto atraso científico que padeció en un momento en el que florecían por Europa Newtons y Descartes. Pero a pesar de los delirios de Juan Antonio Llorente y de las –nuevamente– terribles ilustraciones inquisitoriales que acompañaban el refrito francés Les mystères de l’inquisition... de Madame de Suberwick, lo cierto es que la Inquisición española fue una de las que más garantías ofrecía en un momento en el que semejantes tribunales abundaban en unos Estados Unidos entregados a la quema de brujas o una Europa luterana o calvinista que reclamaba la hoguera para sus enemigos (pp. 87-89). E igualmente cierto es que fue la Inquisición española la que desautorizó el famoso Martillo de Brujas alemán, la que utilizó los textos de Galileo y de Copérnico en la enseñanza universitaria mientras eran condenados, junto a Bruno, Descartes, Hobbes o Newton, en otros países europeos. El retraso científico español no hay que buscarlo, pues, en la Inquisición, ni en ninguna distintiva mentalidad racial propia de la Meseta, sino en dos hechos tan simples como contundentes: la negación de los logros autóctonos y el estatismo de un gobierno en crecimiento. Ahí quedan las olvidadas teorías económicas de los escolásticos de Salamanca, o el testimonio del catalán Narcís Monturiol, que se lamentaba del poco interés de España por un invento que la habría puesto en la vanguardia de la navegación (pp. 30-31).

Una España estatista y abnegada que pronto empezaría a creerse las propias ofensas que se habían vertido contra ella. Valgan algunos ejemplos recientes de ello: el 23 de mayo de 1990 Terra Lliure (actual ERC) atenta contra la réplica de la Carabela Santa MaríaERCel 23 de mayo de 1990 Terra Lliure (actual ERC) atenta contra la réplica de la Carabela Santa María, anclada en el puerto de Barcelona, por considerarla símbolo de la hispanidad y la conquista españolas, atentado que repetía dos días después y cuyo coste propició el hundimiento silencioso de la nave. Dos años más tarde, con motivo del Centenario, se distribuían en diferentes lugares carteles con la efigie de un racista y genocida Colón en busca y captura. Y ya por las mismas fechas se asociaba la celebración del 12 de octubre, instituido por Alfonso XIII en 1918 pero conmemorado ya desde 1910 por los barceloneses, con una fiesta franquista. Como bien sentencia el autor, “[e]l siglo negro de la historia de España fue el XIX, cuyas facturas seguimos pagando los españoles del XXI” (p. 12).

Continuando con la exégesis nacionalista, el autor se embarca temporalmente en las turbias aguas del racismo catalanista, un episodio ya de sobras conocido y bien estudiado, por ejemplo por Francisco Caja, y con el que Laínz ilustra la evolución de los desvaríos nacionalistas (cap. IV): separada ideológicamente la burguesía catalana de los perdedores españoles, ya sólo queda engrandecer los hechos diferenciales afirmando la existencia de una raza, la catalana, fundamentalmente germánica, enfrentada en eterna lucha contra la infame e inferior raza española. El acierto de Laínz consiste no sólo en mostrarnos los bien conocidos adalides de las teorías raciales en Cataluña, como Puig i Calafalch, Gener, Almirall, Cardona, Rovira i Virgili o Macià, sino en revelar la existencia de estas ideas en épocas bien recientes. Ténganse en cuenta, por ejemplo, las siguientes líneas de Quaderns del Separatisme, una breve publicación de Nosaltres sols! que sólo vio dos números y que en 1981 afirmaba lo siguiente:

“Si comparamos los cerebros de blancos y negros veremos [que] los lóbulos anteriores son menores en el negro, estos lóbulos son los que conforman la inteligencia.
[...]
La evolución de la conformación racial en España y Cataluña[-]Principado ha sido sentiblemente diferente.
En Cataluña-Principado han intervenido en su formación los siguientes pueblos:
-- celtas: indogermánicos.
-- íberos: indogermánicos.
-- griegos: principalmente jónicos. De raza aria indogermánica.
-- godos: arios. [...]
Se puede considerar al español como un elemento de la raza blanca en franca evolución hacia el componente racial africano-semítico (árabe). El coeficiente de inteligencia de un español y un catalán según las estadísticas publicadas por el Ministerio de Educación y Ciencia español da una evidente ventaja a los catalanes”.

(“Fonaments científics del racisme.”, pp. 6-8).

Y por si al lector le cabe alguna duda de que el actual nacionalismo catalán no ha perdido su toque racista, germanófilo y casi diríase hitleriano, valgan estas declaraciones del actual presidente de la Generalidad, Artur Mas, en una entrevista concedida a La Vanguardia en 2012:

“Quizás el ADN cultural catalán está mezclado con nuestra larga pertenencia al mundo franco-germánico. En definitiva, Cataluña, doce siglos atrás, pertenecía a la marca hispánica y la capital era Aquisgrán, el corazón del imperio de Carlomagno. Algo debe de quedar en nuestro ADN, porque los catalanes tenemos un cordón umbilical que nos hace más germánicos y menos romanos”.

La parte restante del libro está dedicada básicamente a dos grandes temas: los tres principales agravios de los que Cataluña acusa a España reiteradamente (cap. V) y la falsificación histórica de las fechas clave de 1714 y 1936 (cap. VI), que permite a su vez al autor tratar el espinoso tema de la lengua catalana en tiempos de Franco (cap. VII). Sobre los primeros tres agravios, estudiados bajo el epígrafe “vaporización del pasado”, baste decir que se basan en falacias argumentativas de precedencia temporal, suponiendo que los antiguos reinos o principados deberían de alguna forma definir el estado actual de las fronteras de Europa. Algo absurdo si tenemos en cuenta, por ejemplo, que mientras Europa se unía y desunía con la heptarquía inglesa, los 300 estados alemanes de 1648 o la Confederación Germánica de 1815, España permanecía sustancialmente unida en su hoy denominadas Comunidades Autónomas. Es por ello que lo “español” –palabra occitana que designaba a las gentes de allende los Pirineos, es decir, a los catalanes– debe ser reescrito con una muy particular visión de los eventos históricos que va desde la falsa declaración de independencia de Borrell hasta la fantasiosa Confederación Catalanoaragonesa, la “Catalunya Federal” o la re-nombrada “Guerra del Francés”.

Y así llegamos al temido 1714, motivo de todo tipo de estupideces en los últimos años, que incluyen desde congresos hasta exposiciones y visitas en golondrina por el puerto de Barcelona para contemplar los lugares “bombardeados”. Un agravio sobre el que el mismo Prat de la Riba reconoció que había sido un error histórico, pues los catalanes –¡osadía! – lucharon por la castellanización de Cataluña. O el historiador Victor Balaguer, que todavía en 1886 afirmaba que “Cataluña luchaba por la libertad y por España” (p. 239). Lo cierto es que, con media Europa enzarzada en un enfrentamiento dinástico, convertir 1714 en una guerra entre España y Cataluña es un síntoma más de la prepotencia y del onanismo que caracteriza al independentismo catalán.

Esto nos lleva a Franco, la nueva Leyenda Negra. Acabada la Segunda Guerra Mundial y desacreditado el antisemitismo, la raza se transforma en lengua y las antiguas guerras entre razas de las que hablara Pere Bosch i Gimpera en Quaderns de l’exili dan paso a la Guerra Civil, nuevamente, una guerra entre españoles y catalanes. Laínz analiza no sólo el infantil argumento de “un país, una lengua” (206 estados soberanos, más de 6.900 idiomas en el mundo), sino otras insensateces tales como que las lenguas tengan derechos, que los territorios y no las personas tengan lengua propia, o que el bilingüismo sea un cáncer para Cataluña (el único país que enferma por hablar más de una lengua). Tal es el nivel de estupidez que reina en el pseudoraciocinio catalanista que hoy podemos hablar de “nuevos catalanes”: catalanes paquistaníes, catalanes bolivianos, pero nunca de catalanes españoles. Y es que con la excusa de la lengua se ha perpetuado la discriminación racial que no se atreven a mostrar. Además, se realiza aquí un recorrido certero por la evolución del castellano en Cataluña, mostrando cómo fueron los mismos catalanes los que despreciaron su el catalán. Entre los muchos ejemplos aportados respecto a la situación de la lengua catalana durante el franquismo, podemos destacar la conocida condena a Néstor Luján por una carta bajo el pseudónimo de Jacinto Pujol Solé (se especula que su autor fue, ni más ni menos, que Jordi Pujol i Soley) en 1959; la edición de libros en catalán ya desde los años cuarenta, que posibilitó la creación de numerosas editoriales (por ejemplo, Selecta en 1946 o Edicions 62 en 1962); obras de teatro en catalán representadas en el Romea desde 1945; centenarios celebrados en honor a Verdaguer, Maragall, Prat o Fabra, algunos de ellos presidimos por Franco en persona; la reanudación del Institut d’Estudis Catalans en 1942 o la creación de Ómnium Cultural en 1961, etc. (cfr. pp. 292 y ss.).

Son tantos los datos e historias que contar que resulta imposible reducir todos ellos a una simple reseña sin caer en la aburrida enumeración propia de un catálogo de mentiras del catalanismo, pero queden ahí, entre otras muestras de la tolerancia y el liberalismo “nostrat”, la catalanización de los programas de enseñanza y la supervisión de la oposición, al más puro estilo de la Gestapo, ayudada por la autocensura de sus delatores lingüísticos y linchadores de salón –los mismos que repartían pegatinas llamando al ahorcamiento de los profesores españolistas–.

“Curiosa nación la que lleva siglos ignorándose a sí misma [...] que estuvo muchos siglos sin darse cuenta de que estaba oprimida hasta que llegaron los nacionalistas a finales del siglo XIX” (p. 214). Y es que, como bien concluye Laínz, los nacionalistas de hoy, como los negreros de ayer, no defienden ideología alguna: sólo desean montar su propio negocio con ellos como presidentes, para lo cual necesitan del rebaño de catalanes de buena fe adoctrinado en el odio a todo lo español.

El libro finaliza con una interesantísima galería de 127 ilustraciones a todo color que sirve de testimonio documental de sus casi 400 documentadísimas páginas, pero también con una advertencia nada optimista: no es que el nacionalista no pueda razonar, es que no quiere razonar. Éste ha sido siempre el problema de anteponer los sentimientos a la realidad, pues como bien decían los leninistas, cuando la realidad dice una cosa y la teoría otra, debe ser la realidad la que se equivoca.

* Los textos de autores catalanes citados han sido traducidos para facilitar su comprensión.

 

César Guarde