Joaquín Campos, Faltan moscas para tanta mierda, Espuela de Plata, Sevilla, 2014.
“La vida es así, no la he inventado yo”.
Rodrigo Mochales
Pocas son las ocasiones en las que el lector puede extasiarse en la lectura de un autor que le produzca esa sensación de Verwandtschaft con la que se hablan entre sí, a través de las páginas de una obra, los espíritus afines, y muchas menos aquellas en las que uno concuerda plenamente con el instinto que ha llevado a su autor a hacer gala de “las cosas más terribles y problemáticas” de las que el verdadero artista, como decía Nietzsche, no huye porque no las teme.
Podría resultar extraño que un sinólogo se decida a reseñar aquí, y más todavía a hacerlo laudatoriamente, un libro que no es ni pretende ser académico, que cuenta con un lenguaje tan grosero como a su vez vívido y cuyo protagonista es, para más inri, un libertino hispano aficionado a los placeres de Baco y visitante de meretrices y otras mujeres de moral más que discreta –cuando no inexistente–. Pero como el mismo protagonista nos dice durante su estancia en China, “aún nadie […] ha sido capaz de narrar lo que aquí acontece” (pág. 216). Lo que sigue es, a modo de novela con tintes autobiográficos –el autor ha estado sufriendo en sus carnes seis años de vicisitudes chinas–, un relato dantesco, cuando no kafkiano, de lo que realmente se cuece en esa República Popular China que, sin haber aportado absolutamente nada al mundo salvo muertes e inmundicia, pretende situarse a la cabeza de la economía y de la política mundial. La historia, que discurre cronológicamente a lo largo de tres semanas y media –cada capítulo es un día en la vida de Rodrigo, nuestro libertino protagonista–, sirve de excusa para explicar al lector esa China que no se ve en los folletos turísticos, sino que se vive a pie de calle, día a día, cuando uno decide abandonar la seguridad de su campus universitario, su mansión con piscina a las afueras de Shenzhen o su hotel de lujo en Shanghai con Starbucks e internet de alta velocidad sin restricciones. Una China que abandera los más repulsivos valores bajo la excusa de su diferenciación cultural y cinco mil años de historia inventada con los que vitupera al expatriado a base de racismo, menosprecio y humillación.
Todo ello, eso sí, con la complicidad y pasividad de quienes más deberían preocuparse por la seguridad y bienestar de sus compatriotas expatriados, porque ni diplomáticos ni consulados, sean del país que sean, mueven ni moverán jamás un dedo ante las aberraciones racistas y xenófobas de esta China de cartón piedra. Como bien señala Rodrigo, “lo que es legal para el nativo es ilegal para el expatriado” (págs. 202-203): transacciones bancarias étnicamente limitadas, hoteles racialmente segregados e incluso la imposibilidad de gozar de los servicios de la Biblioteca Nacional China, que no permite a extranjeros, residentes o no, sacar libros en préstamo. ¿Para cuándo un quid pro quo?
Un ejemplo de esto podemos encontrarlo en la secretaria de Rodrigo, Wei, que en un momento de nacionalismo exaltado le grita con descortesía que “Los extranjeros siempre os tenéis que meter en la política de mi país”. Rodrigo le advierte de que en su oficina y en su empresa ella no puede hablarle de esa forma a su jefe, a lo que la muy resuelta secretaria le espeta: “Esta no es tu oficina. Esta oficina que pagas es china, de mi país. Tú aquí no eres nadie. ¡Nadie!” (págs. 230-231). Y es que no importa si el expatriado habla chino, conoce e incluso practica sus curiosas “costumbres”, dispone de casa, coche y amante y ha dado sendos hijos a su desaprensiva esposa, lo cierto es que siempre será “un puto lao wai en esta tierra ‘han’” (pág. 277).
Junto a este racismo innato que, a diferencia de los “dos minutos de odio” de Orwell, abre 24 horas siete días a la semana y no se toma vacaciones, el protagonista nos introduce a otros muchos comportamientos que, lejos de ser el producto de una cultura diferente a la nuestra, son la confirmación de que la China moderna es “un sembrado con aguas fecales y edificios de setenta plantas de cartón piedra, un prostíbulo general donde los valores ya hace tiempo que volaron” (pág. 238): las inexistentes servilletas, ahora reemplazadas por sucios rollos de papel higiénico que se colocan en las mesas de lujosos restaurantes desde que los extranjeros empezaron a visitarlos (pág. 107); el papel higiénico usado teñido de canela, así como las también pigmentadas compresas, descansando hacia arriba dentro del cubo sin tapa que acompaña a cada inodoro; los comportamientos repetitivos propios de una cultura desprovista de todo atisbo de creatividad –soberbio el caso de la panadera que le pone dos barras de pan y le pregunta “¿Para tomar o para llevar?”–. Todo ello constituye pequeños ejemplos que únicamente el que ha transitado por esas callejuelas de inmundicia puede comprender instintivamente con la misma sinceridad que lo hace el autor. China saca lo peor de uno, y hay gestos, expresiones y sensaciones que no se pueden reproducir sin haberlas también vivido uno mismo. Valga como ejemplo el siguiente párrafo, que refleja a la perfección lo que se siente tras un período de tiempo demasiado largo en la República Popular China:
“Tengo esa extraña sensación de que si no pudiera controlar todo el mejunje que me he endosado, hoy podría pasar a la historia como el primer violador en serie que comete doce delitos en un mismo día, o como un ‘auto-saciador’ de odio acumulado, detenido tras haber dado puñetazos a no menos de veinticinco mandarines” (págs. 44-45).
No piense el lector que todo es crítica desmedida, metáforas floridas y excesos lingüísticos, pues entre tan pintorescas anécdotas se encuentran interesantes reflexiones sobre política, economía, derechos humanos o educación. Así, por ejemplo, el autor defiende, a pesar de su agnosticismo y su amor reconocido a Nietzsche, la educación clásica y los valores cristianos frente a una sociedad que “se achina, o sea, pulveriza records de injusticia social y falta de humanidad” (pág. 130). Porque en China las relaciones personales no existen y “nadie sufre cuando no es tratado como un ser humano” (pág. 135). Un ejemplo de esto es la prostitución, esa institución milenaria que en China se dice no existe a pesar de encontrarse mejor establecida que en Pompeya con prácticas que harían ruborizar hasta a los sodomitas bíblicos que mantenían prisionero a Lot.
Así, en China es imperativo que, bajo la excusa de cerrar un trato o hablar de negocios, todo hombre acabe visitando karaokes-prostíbulo tras haberse emborrachado con una buena dosis de “baijiu”. Recuerde el lector nuestra reseña a la obra de Daniel A. Bell, China’s New Confucianism, en la que el autor defendía un nuevo confucianismo de izquierdas que permite a los aspirantes a noble confuciano “mantener relaciones sexuales con las camareras de un karaoke a espaldas de su mujer”. Lo que no nos dice este docto vocero del Partido Comunista –para ello tenemos a nuestro libertino Rodrigo– es que esas camareras son en realidad jovencitas que en ocasiones no pasan de los 16 años, que son sometidas a vejaciones en grupo y en solitario -que ríase usted de la masacre de Nanjing- y que practican todos estos maltratos a sus diferentes orificios corporales sin preservativo, arriesgándose así a contraer todo tipo de enfermedades venéreas o a quedarse embarazadas (págs. 152-156). Tome nota, señor Bell: violación de menores institucionalizada, con embarazo y ETS incluidas.
Y es que, como me comentó en una ocasión el tristemente fallecido Francis García Cuartiella, compañero de aventuras chinas que no sobrevivió a las atroces demandas que impusieron éstas sobre su cuerpo, los occidentales sólo se quedan en la República Popular de los Trabajadores –así la llamaba él– por dos razones: estupidez o sexo. Y no deja de ser curioso, teniendo en cuenta que “en el país con mayor índice de puterismo e infidelidades del mundo el sexo […] está prohibido en la televisión, revistas, películas e internet” (167).
Otro de los temas tratados en la novela es el de la educación. El autor-narrador resalta la pobreza de cualquier conversación que uno pueda tener en China, incluso dominando la lengua local, no por las diferencias culturales, sino por la carencia de cualquier atisbo de sentido común o humanidad. Como suelo yo decir cada vez que un chino responde con su habitual “Shenme?” (“¿Qué?”), no es un problema de idioma, sino de cerebro, algo que aquí se denomina de una forma que sintetiza fabulosamente lo que se siente en estas situaciones: “hepatitis mental” (pág. 140). Porque, como explica Rodrigo, poco más que indigencia mental puede surgir “desde unas escuelas nacionales donde se protege al hijo del rico, se fomenta el ultranacionalismo, se traiciona la creatividad y se potencia un simplismo vital” (pág. 245). Permítaseme ilustrar esto con una anécdota personal.
La última semana de mi estancia en Tianjin tuve una interesante conversación con un taxista al que, según me comentaba, le habían expropiado su vivienda –de “propiedad”, es decir, construida con sus propias manos–. Le extrañaba muchísimo que un extranjero que entendía perfectamente el idioma siguiese viviendo en la “República Popular China” (sic) en la que no se respetaban los derechos humanos y los ciudadanos no eran más que basura para el Estado, ya sea éste el de Mao, Deng Xiaoping o Xi Jinping. Aquel taxista sin estudios que balbuceaba un mandarín deficiente era posiblemente la única persona con sentido común que había conocido en China, sin duda mucho más que el centenar de estudiantes cuyo racismo y prepotencia tenía que soportar día a día. Ninguno de los tópicos chinos hacía mella en él, y se reía cuando le comentaba que, según los jóvenes de ahora, Genghis Khan era chino o China estaba a punto de dominar económicamente el mundo. “¿Qué ha hecho China en los últimos cien años?”, preguntaba retóricamente para a continuación gritar “¡Nada de nada!”.
Es precisamente por esta carencia de creatividad y onanismo mental al que se condena a millones de jóvenes que poco se puede esperar de China en las próximas generaciones. El autor nos lo recuerda a menudo: “Japón, con 120 millones de personas, produce lo mismo –y hasta hace poco, más– que China, con 1.400 millones de habitantes” (pág. 109); “Alemania generó hace un par de siglos más filósofos que toda la historia de una China que sería capaz de matarle [a Confucio] si hoy levantara la cabeza” (págs. 255-256). ¿Cuántos premios Nobel se ha llevado China en toda su historia, si exceptuamos el de Literatura concedido solidariamente y un Nobel de la Paz entre rejas?
¿Es China el futuro? “China no es”, concluye Rodrigo, “el sueño de nadie. No sé si dominarán el mundo, pero no exportarán nada. Quiero decir, nada de calidad, ningún soñador, no habrá escritores. China es la debacle del planeta, el final de la cultura y las libertades tal y como las hemos conocido hasta ahora” (pág. 163). Si China acaba dominando el mundo no será por méritos propios, sino por incomparecencia cultural de su contrario, un Occidente que lleva tanto tiempo mamando del pecho de lo social que ha olvidado el precio de su libertad.
Gracias, Rodrigo, por recordárnoslo.
César Guarde-Paz