Henry Denker: Error de diagnóstico. Traducción de Nora Watson. Emecé Editores S. A., Barcelona, 1980. ISBN: 84-226-1355-7 (Ed. original: Error of Judgement. Simon & Schuster, New York, 1979).
L’art pour l’art es la divisa de una época que no tiene nada que aportar, es el símbolo de la muerte física y espiritual. De esta manera, afirmar, defender o justificar la existencia de una literatura que pretenda sólo el entretenimiento es vulgarizar lo que esta actividad creativa ha sido desde sus inicios, esto es, un canal de transmisión de conocimiento y de ética. Así se constata en las narraciones que nos han llegado del Antiguo Oriente, de Grecia o de Roma: ya sea un canto a la guerra, una tragedia, un drama o una comedia el componente educativo y moralizante se hallaba indefectiblemente presente en todas ellas. Y así ha continuado prácticamente hasta el siglo XX, cuando la instauración del sinsentido en las artes lo ha destruido casi todo.
No obstante, la literatura ha conseguido resistir los embates del nihilismo gracias a una serie de autores que han mantenido viva su genuina misión como, por ejemplo, Henry Denker (1912-2012).
Escritor norteamericano de origen judío, Denker ha sabido reflejar en sus novelas las virtudes, mas también las no pocas y despreciables miserias, de la Medicina. Así, entre las obras en las que este tema constituye el eje vertebrador de la trama –como The Physicians (Los médicos, 1975) o The Scofield Diagnosis (El diagnóstico Scofield, 1977)– destaca Error of Judgement (Error de diagnóstico), publicada en 1979 y en la que se muestra de manera trágica, pero fidedigna, el actuar de los médicos no sólo entre sí, sino sobre todo de cara a los pacientes.
La historia de una joven de 22 años, Cynthia Horton, que se somete a una revisión ginecológica por iniciativa de sus padres antes de celebrar su boda y a la que se le descubre un sospechoso bulto en los ovarios es el centro sobre el que gira la historia de esta novela. Así, tras realizarle las correspondientes pruebas en el hospital, Cynthia es operada bajo la sospecha de padecer cáncer de ovario. Durante el proceso quirúrgico se extrae la masa sospechosa del ovario y se manda a analizar. El diagnóstico de “carcinoma mucinoso borderline de bajo grado de malignidad”, junto con el hecho de que “los ganglios no están comprometidos” (pág. 90), conducen al cirujano principal, el doctor Harvey Prince, famoso por haber llevado a cabo cientos de operaciones semejantes bajo la divisa “¡En caso de duda, extírpese!” (págs. 49, 91, 151), a realizar una ooforectomía bilateral, es decir, la extirpación de los dos ovarios. Tal operación tendría sobre una chica de 22 años consecuencias terribles. Entre ellas, la esterilización de por vida, además de provocarle una temprana menopausia. En la sala de operaciones, no obstante, se hallaba un joven cirujano, Craig Pearson, quien, conocedor de los últimos avances de la especialidad, sugiere al veterano cirujano que, teniendo en cuenta de que se trata de un carcinoma borderline de bajo grado de malignidad y de que la paciente tiene sólo 22 años, no le extirpe el segundo ovario para evitar toda esa serie de consecuencias irreversibles. La discusión entre los dos cirujanos acaba con la imposición del criterio del más veterano, quien “introdujo la mano en la cavidad abdominal de Cynthia Horton, extrajo el restante ovario y procedió a extirparlo, prolijamente y con una técnica impecable. Completó el procedimiento extirpando también la trompa y el útero que se había convertido ya en un aditamento inútil” (pág. 92). De esta forma, “en cuestión de minutos, Cynthia Horton se había convertido en una persona estéril e infecunda para el resto de su vida” (ibid.). La posterior confirmación de la sospecha del joven cirujano de que esta extirpación había sido no sólo prematura, sino incluso inútil, pues el otro ovario estaba “absolutamente sano, sin el menor rastro de tumor” (pág. 113), le llevará a enfrentarse tanto al Dr. Prince, como a todo el gremio médico en su búsqueda de justicia para esta paciente de 22 años con el fin de evitar que se produzcan más casos semejantes.
Éste es el trasfondo en el que Denker expone con todo lujo de detalles el comportamiento despiadado, cruel y completamente inhumano de los médicos para con sus pacientes. Esta actitud se pone de manifiesto en el hecho de que éstos tienen por costumbre, cuando no de mentir (pág. 24), sí de no decir jamás una verdad completa a sus pacientes (págs. 145, 208), lo cual se fundamenta en una absoluta carencia de empatía por las personas que están a su cargo o padecen las consecuencias de sus acciones quirúrgicas o terapéuticas:
Aparte de no poder tener hijos propios, no la afectará en absoluto. Puede casarse y llevar una vida perfectamente normal; incluso mejor. Hemos extirpado la causa de la mayoría de los trastornos femeninos. Y todas las molestias. No más periodos. No más temor de embarazos no deseados. Y cuando llegue el momento en que usted y su marido decidan que desean tener hijos, sencillamente los adoptan […] De hecho, así pueden estar seguro de tener niños sanos, sin tener que enfrentar los peligros y las dificultades del embarazo. Si hubiera visto algunas criaturas que he traído al mundo, se sentiría muy aliviada. No puedo decirle la cantidad de veces que un padre ansioso se me ha acercado y me ha dicho: “Doctor, ¿no es posible dejarlo morir?”. Porque lo que se ha dado a luz, si bien es un ser vivo, apenas puede ser llamado un ser humano. Bueno, eso no le sucederá. Así que, querida mía, puede quedarse tranquila (págs. 114-115).
Con tales palabras se justifica el cirujano Prince ante Cynthia Horton en la primera visita que le hace tras haberla dejado estéril. Y de la siguiente manera reacciona cuando los padres le agradecen lo realizado por salvarle la vida:
Me siento profundamente conmovido y halagado –dijo Prince en un gran despliegue de humildad, mientras reconsideraba sus honorarios. Había calculado que serían dos mil dólares. Pero ahora serían tres mil (pág. 95).
Así hablaba el doctor Prince, conocido como el “dedos de oro”, quien denominaba las jornadas en las que tenía más operaciones como “día de diez u ocho mil dólares” y quien, cuando concluía una operación, “se quitaba los guantes de cirugía y se dirigía al teléfono para comunicarse con su consultorio particular y llamar a su agente de Bolsa para averiguar cómo andaba la Bolsa de valores” (pág. 266).
Quizás porque no entraba dentro de sus prioridades, Prince parece olvidarse, en su primera entrevista tras la operación con la paciente Horton, de comunicar tanto a la joven como a la familia las graves consecuencias que tendría la cirugía practicada, es decir, los peligros de una menopausia prematura que se manifestaría a los pocos meses. De ello, no obstante, se enterará la chica a través de su prometido, lo cual provocará que Cynthia decida suicidarse ante la impasibilidad del veterano cirujano, mas no del joven que había intentado, en vano, mantener la prudencia en la mesa de operaciones.
Y ésta es precisamente la tarea principal de la novela: denunciar cómo la soberbia y la psicopatía de los profesionales médicos afectan –y muy gravemente– la vida de sus pacientes, como es el caso de Cynthia Horton quien, como tantas otras mujeres, deseaba mantener lo que le permite ser lo que es: “Doctor, sálveme la vida, pero [...] no me extirpe ni dañe esa parte de mí que es singularmente mía y que es el fin para el que he nacido” (pág. 42). Pues, para la gente joven, “peor que la muerte era sobrevivir como seres mutilados. En especial, si las partes mutiladas tenían que ver con su sexualidad (pág. 194). De esta manera, el cirujano Craig, no sólo le recriminará al veterano Prince que usted “no ha mencionado ni siquiera una vez la posibilidad de haberle salvado la vida y su capacidad de tener hijos” (pág. 285), sino que le recordará el hecho de que cuando la paciente “tuvo la opción de elegir entre ser lo que es ahora y morir, intentó morir” (pág. 314).
La lucha del joven cirujano por hacer justicia a Cynthia Horton le conducirá a comprobar la terrible cobardía que reina en el gremio de los médicos (pág. 179), quienes prefieren callar y obedecer con el fin de poder hacer carrera antes que defender a sus pacientes. Así se entiende que en la novela no sólo se insinúe la existencia de una especie de “conspiración” de los médicos contra los pacientes (pág. 187), sino que se ponga en no pocas ocasiones de manifiesto su más profundo desprecio hacia ellos:
Los otros médicos que atienden a los pacientes de la clínica están siempre apurados. Parecen enojados. Es como si, a menos que uno tenga una enfermedad realmente mala, no quisieran que nadie los molestase […] Los internos y los residentes, ávidos de encontrar casos complicados y poco frecuentes por la experiencia que dichos casos les brindarían, tendían a mostrarse bruscos con aquellos pacientes que sólo presentaban enfermedades menores de rutina y quejas. Para ellos, la clínica era un campo de práctica, no un lugar para tratar a pacientes cuyas enfermedades, aunque resultaran intranscendentes para los médicos y los cirujanos, eran muy reales para las personas sencillas y, con frecuencia, fuente de verdadera preocupación y aflicción (pág. 138).
Este desdén por las dolencias de los pacientes también se refleja con bastante frecuencia cuando se trata de enfermedades graves o inusuales, como se pone de manifiesto en el siguiente caso que en absoluto es ni único, ni casual:
El segundo caso tuvo un resultado mucho menos feliz. Se refería a un diagnóstico equivocado que había tenido consecuencias trágicas a pesar de la radioterapia, la quimioterapia y la inmunoterapia. Si, en el momento en que se le realizó a la paciente el primer examen, se hubiera hecho un diagnóstico correcto, tal vez la cirugía habría permitido evitar el deceso de aquélla (pág. 175).
Y es que, “la gente hace bromas sobre la forma en que los médicos sepultan sus errores. Pero nunca mencionan a los pacientes que deben llevar una vida de frustración, dolor y tragedia” (pág. 217).
Esta forma de ocultar sus fallos, Denker la presenta de manera magistral en la minuciosa descripción que realiza de una sesión del comité de “Morbilidad y Mortalidad” de un hospital que tenía como misión revisar los casos que no habían acabado “satisfactoriamente”. En el transcurso de la reunión se advierte cómo su verdadera tarea consiste, empero, no en censurar o corregir, sino más bien en justificar los “errores de juicio” o de “desempeño” del personal médico (pág. 221).
Denker muestra este corporativismo de los profesionales a la hora de encubrir sus “desaciertos” utilizando la metáfora de “un organismo altamente sensibilizado”, el cual repele cualquier crítica con la misma determinación con la que el sistema inmunológico se defiende de elementos foráneos. “El sistema inmunológico moviliza todas las defensas del cuerpo contra el invasor. En este caso, usted es el invasor, el enemigo. No espere que ningún otro médico le preste su ayuda. Estarán todos demasiado ocupados defendiendo la profesión” (pág. 234).
En efecto, bajo la divisa “¡No es posible que los médicos critiquen a otros médicos!” (pág. 292), el joven Craig tendrá que hacer frente, completamente solo, a lo que en un momento de la novela se denomina de manera completamente abierta y sin tapujos mafia médica:
¡Y el resto de ustedes son igualmente culpables! ¡Ustedes han convertido nuestra ciencia en un juego profesional, con la ética de las rameras! ¡Una Mafia médica, con el mismo código de honor! ¡El silencio! No nos acusamos el uno al otro. No revelamos nuestros errores y transgresiones. ¡Es como si, al igual que los conspiradores, hubiésemos celebrado un pacto de sangre contra el resto de la raza humana que se llama los pacientes! Yo afirmo que ha llegado la hora de terminar con todo esto. Que ha llegado la hora… (pág. 318)
En efecto, ha llegado la hora de acabar con esta degradación de la Medicina y los que lo tienen que llevar a cabo son, como se deja bien patente en diversos pasajes de la novela, los propios médicos y no los legos, pues “por inteligentes y cultos que fueran, no estaban en condiciones de evaluar las cosas ni reaccionar profesionalmente frente a una lamentable serie de hechos” (pág. 202).
Aunque ciertamente con breves pinceladas y de manera indirecta, Denker presenta los rasgos de este genuino médico que debería acabar con toda esa serie de profesionales que mancillan la Medicina con sus espureos y crematísticos intereses, así como con su desprecio por los pacientes fruto sin duda de una grave carencia de empatía que es lo que define al psicópata.
Así, a través de Craig Pearson, Denker muestra al lector el modelo del verdadero médico que intenta estar siempre al día en los avances de su especialidad con el fin de poder tratar y, por ende, solventar de la mejor forma posible, el padecimiento de sus pacientes (cfr. págs. 21, 58). Si la Medicina se define como “el arte de curar” (pág. 100), la empatía debe ocupar entonces un papel fundamental, ya que el doctor ha de ser “un médico de pacientes y no tan sólo un mecánico” (pág. 124). En este sentido, su preocupación por su salud es absoluta (“Tomaría todos los pasos necesarios para proteger su salud y su vida”, pág. 62), no dejándose convencer o comprar por las farmacéuticas: “Nada de píldoras, ni de antibióticos, ni de inyecciones de ningún tipo a menos que sea absolutamente necesario” (pág. 34).
En este contexto, Denker muestra cómo el compromiso del médico con sus pacientes no le ha de privar, sin embargo, del hecho de tener vida propia, puesto que no todo es trabajo, sino que “también debe haber lugar para el matrimonio. Y para formar una familia. De lo contrario de pronto descubrirás que eres demasiado viejo para tus propios hijos. Y eso no es bueno” (pág. 31).
Efectivamente: sólo una persona que tiene una vida privada satisfactoria, puede después ejercer una profesión como la Medicina, donde la empatía, la atención, la educación y las buenas formas son fundamentales para tratar como es debido al paciente, objeto, sentido y finalidad última de un arte que nació con la misión de aliviar el dolor y retrasar todo lo posible la mayor de las desgracias que espera a todo ser que nace y que quiere vivir: la muerte. Sólo este médico consciente de su sin duda trascendental y filantrópica misión podrá responder de manera digna a la cuestión: ¿Para quién tengo una obligación ética? ¿Para el colectivo médico o para el paciente?
Jordi Morillas